La maternidad es un camino de flores y colores, sí, pero de sombras oscuras también.
Entre días de resplandor y de tormenta, de coherencia y contradicciones, de amor y desamor y de encuentros y desencuentros vivimos la maternidad. Es una constante dualidad, en donde parece que nos alocamos mientras navegamos entre la vulnerabilidad y la fortaleza. Entre sensaciones que nos impulsan a mover montañas y al mismo tiempo, a buscar brazos que nos sostengan.
Hay días y días, los atravesamos entre claroscuros, en un vaivén de emociones, que parecen ser incomprensibles ante los ojos de quienes no nos miran, no nos valoran y no nos cuidan.
Pero no, no estamos locas. No somos histéricas, bipolares, despistadas o exageradas. Somos humanas, madres humanas a las que se les ha agudizado la sensibilidad e intuición. Hemos desarrollado otras habilidades y capacidades, para sobrevivir, para proteger y para defender. Esos nuevos dotes nos muestran la vida desde otra perspectiva; vemos lo que antes no veíamos, sentimos lo que antes no sentíamos y a la vez nos observamos confundidas, aisladas, divagadas e incluso solas. Esto último, no nos pertenece, son los mandatos sociales los que nos desnaturalizan.
Las madres tenemos mucho que hacer: mientras acompañamos a un niño o una niña que exige mucho de nosotras, necesitamos trabajar en nuestra transformación interior, en soltar patrones, cambiar creencias internas, sanar heridas y poner paz a nuestra infancia, historia y vida actual. Porque nosotras también guardamos historias de desamparo o heridas profundas que en ocasiones nos limitan, nos entorpecen y no nos permiten gozar de la maternidad.
Para variar, la sociedad no nos pone nada fácil, más aún cuando a manoseado los partos, la lactancia y hasta la crianza, alejándonos de nuestro instinto, etiquetándonos y deshonrando la maternidad.
Maternar es una tarea transcendental que necesita ser honrada y visibilizada en todas sus dimensiones, sin restarle ni un ápice de su importancia. Cuidemos a las madres.